Las Cortes de Tomar, que se reunieron en abril de 1581, fueron una ocasión histórica. Allí se confirmó la unión de toda la península bajo una sola corona. Las Cortes juraron fidelidad al rey y reconocieron a su hijo, el príncipe Diego, como su sucesor. A cambio, el rey Felipe II confirmó todos los privilegios y la independencia de Portugal, en términos similares a aquellos que habían unido a otros reinos de la Península con Castilla hacía más de un siglo. Para acallar los continuos rumores de que Sebastián aún estaba vivo y que regresaría para reclamar su trono, el rey dispuso que se trajera el supuesto cuerpo del rey Sebastián desde África.
Pero las historias siguieron circulando, difundidas principalmente por el clero, que se oponía a la sucesión española y esperaba el regreso del rey. Se seguía diciendo que el rey estaba vivo en África y que vivía con los árabes en las montañas. Entre las leyendas que surgieron referidas al rey desaparecido, hubo una que sugería que el monarca deseaba expiar sus pecados vagando siete años por el desierto en penitencia y soledad, después de lo cual reaparecería. Los siete años expirarían en 1585, una fecha que, consecuentemente, muchos aguardaron con emoción. En 1584 hubo rumores que hablaban de que habían identificado en un pueblo de la frontera hispano-lusa a un joven que algunos tomaron por el rey desaparecido. Las autoridades lo arrestaron y lo enviaron a Lisboa, donde fue identificado como el hijo de un alfarero del pueblo, y enviado a galeras de por vida.
Desde aquel momento en adelante, los sebastianes se multiplicaron. Pero 1585 transcurrió sin que hubiera indicio alguno todavía del rey ausente.
Años después, toda la historia volvió a agitarse de nuevo. En agosto de 1598, João de Castro, que por entonces estaba en París, recibió una carta de un noble portugués residente en Venecia, informándole de que un viajero que pasaba por la ciudad había revelado que él era realmente don Sebastián. El hombre, que parecía un miserable vagabundo, había sido acogido por un posadero que había tenido lástima de él y fue el primero al que reveló la información. Las noticias no tardaron en difundirse, y llegaron a oídos de un noble exiliado portugués que vivía en Venecia. Un miembro del personal de la casa del noble, que había estado al servicio de Antonio de Carato, fue a ver al vagabundo, y confirmó que este mostraba todos los indicios de ser el rey desaparecido. El transcurso de veinte años habría cambiado naturalmente el aspecto de Sebastián, de modo que la cuestión del parecido no era ya un gran problema. Más trascendental era la cuestión de explicar por qué el rey no había hecho nada por revelar su identidad durante dos décadas. En este punto, el supuesto Sebastián tenía que contar una larga y enrevesada historia.
Decía que se las había arreglado para escapar tras la famosa batalla de Alcazarquivir, en compañía de un puñado de nobles portugueses. Habían intentado pasar a Portugal, pero sintió remordimientos por el desastre al que había conducido a su país y decidió no regresar. En vez de eso, partió hacia Egipto, y luego viajó a Etiopía, donde visitó al mítico rey cristiano Preste Juan. Tras un par de años allí, volvió a emprender sus viajes, y fue a Persia, donde sirvió en el ejército durante seis años de guerras contra los turcos. Tras Persia, consiguió llegar a Jerusalén y luego a Constantinopla, desde donde pasó a Hungría, Moscovia y Suecia, luego enfiló hacia el sur, hasta Londres, en Inglaterra, donde visitó al pretendiente del trono portugués, Antonio de Crato. Luego fue a Holanda y finalmente a París, donde pasó un año, y luego bajó a Italia, junto al Mediterráneo. A todo esto, tuvo una visión que le indicó que debería hacer todos los esfuerzos posibles para recuperar su trono de Portugal. Haciéndose llamar ahora El Caballero de la Cruz, partió hacia Roma con el propósito de descubrirse ante el papa. Sin embargo, lo habían asaltado por el camino y le habían robado todas sus ropas y propiedades, y nunca consiguió ver al papa. Y así fue como había acabado, pareciendo un pobre pordiosero, en Venecia.
Por presiones de la corona española fue encarcelado. El pretendiente permaneció prisionero durante dos años, y fue sometido a múltiples interrogatorios. Y fue en ese momento cuando la historia dio un giro tan sorprendente como inexplicable. A pesar de varios intentos por poner a prueba la memoria del prisionero y preguntarle por detalles íntimos de la vida de Sebastián, el mendigo salió airoso de todas las pruebas. Podía repetir detalles de conversaciones que los embajadores venecianos de la época habían mantenido con Sebastián, demostró que tenía una fortaleza física semejante a la del rey (que había sido capaz de levantar a un hombre con un brazo), y fue identificado como Sebastián por personas que habían conocido al rey veinte años atrás.
El Senado de Venecia evidentemente no quería verse arrastrado a un conflicto político. A mediados de diciembre de 1600, un tribunal especial decretó la libertad del prisionero, con la condición de que abandonara el territorio de la república inmediatamente. Si no lo hacía, sería enviado a galeras. Algunos amigos trasladaron al prisionero a Padua, donde aquella misma noche -el 15 de diciembre- se entrevistó con personajes clave y se ofreció para que le hicieran un examen físico. Las personas allí reunidas, todas portuguesas, parecieron aceptar las pruebas físicas que mostró. Sin embargo, tenían dos pequeñas dudas. El hombre que tenían ante sí, a diferencia de Sebastián, tenía una piel demasiado morena, lo cual atribuyeron al efecto del sol africano. Más importante, tal vez, era el hecho de que cometió varios errores graves hablando portugués, pero esto también podía pasarse por alto, considerando que había pasado tantísimos años fuera de su país natal.
Los partidarios quedaron convencidos y lo dispusieron todo para trasladar a Sebastián aquella misma noche a Francia, por temor de que pudiera ser capturado por los españoles. Resultó que el embajador español en Venecia había seguido cada movimiento del pretendiente, que fue obviamente capturado a finales de mes en los dominios del gran duque de la Toscana.
Entre tanto, los seguidores de Sebastián andaban atareadísimos por toda Europa intentando conseguir que se aceptara la identidad real de aquel hombre, como un requisito necesario para su puesta en libertad. Los líderes políticos eran reacios a comprometerse, sabiendo que eso les acarraría conflictos con España, que junto a sus aliados dominaba Italia tanto política como militarmente. Al final, el gran duque tomó una decisión, y el lunes de Pascua de 1601 los toscanos entregaron a su prisionero a los españoles, que lo escoltaron hasta la costa y lo pusieron a bordo de una nave con destino a Nápoles. En Nápoles, por seguridad, fue alojado en un castillo.
Finalmente, el mercader calabrés a finales de abril de 1602 fue condenado de por vida a galeras, por impostor. Se le hizo desfilar por las calles de Nápoles a lomos de un burro y ataviado con un gorro de arlequín. Para sus seguidores, este trato no era más que una reedición del modo en que Jesús fue tratado en su camino al Calvario. De hecho, todas las descripciones posteriores de lo que le ocurrió están basadas exclusivamente en resúmenes escritos por sebastianistas, que no dejan de mencionar su actitud regia cuando fue atado al duro banco en la galera, la rapidez con la que todo el mundo lo reconoció como el verdadero Sebastián y el respeto que inspiraba en todo aquel que lo veía. Cuando su galera llegó a Cádiz, se dijo que el duque de Medina Sidonia había bajado al puerto y lo había reconocido como el verdadero rey.
De repente, en enero de 1603, el remero desapareció del puesto que solía ocupar. ¿Había escapado o lo habían matado? Aquello resultó ser el final de la historia: lo sacaron de la galera y lo llevaron a una prisión para posteriormente ser condenado a la amputación de su mano derecha y colgado el 23 de septiembre.
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