sábado, 22 de noviembre de 2014

El método y el sesgo

En la década de 1970 un ambicioso estudio clínico llamado Proyecto de Fármacos Coronarios intentaba analizar si varios fármacos que reducían los índices de colesterol conseguían prevenir los ataques de corazón.
Se reclutaron 8.500 hombres de mediana edad con problemas coronarios previos y se hicieron varios subgrupos.
A uno de ellos se les dio el fármaco clofibrate. Sin embargo, después de cinco años, los investigadores no encontraron el mínimo efecto protector. ¿Qué pensaron? «Veamos si algunos participantes en el estudio no han seguido correctamente el tratamiento…»
Les preguntaron a cada uno de ellos y, efectivamente, comprobaron que bastantes participantes habían pasado olímpicamente de ir tomando la medicación. Comprobaron de nuevo la incidencia de enfermedad cardíaca y vieron que en estos últimos era de un 25 por ciento, mientras que en aquéllos que tomaron más del 80 por ciento de las pastillas era sólo del 15 por ciento. Respiraron tranquilos. El clofibrate sí tenía un efecto protector. Tema solucionado, ¿verdad?
Sólo aparentemente. Al repetir el mismo análisis con los que habían sido recetados con placebo, también vieron que los que se saltaron las dosis tenían una incidencia del 28 por ciento, frente a un 15 por ciento los que siguieron a rajatabla el estudio.
Conclusión: el tomar correctamente un placebo disminuía a la mitad el riesgo cardiovascular (¡!) Evidentemente, la interpretación fue otra: la persona que no sigue un tratamiento posiblemente es también más despreocupada con otros factores que afectan a su salud.
Como en cualquier análisis científico, en este caso fue muy importante evitar el llamado sesgo de confirmación, que es la tendencia a favorecer una información que confirma las propias creencias o hipótesis. Esta tendencia se evidencia cuando reunimos o recordamos la información de manera selectiva, o cuando esta se interpreta sesgadamente.
Imágenes y fuentes:
http://pereestupinya.com/
http://es.wikipedia.org/wiki/Sesgo_de_confirmaci%C3%B3n
http://thisisnthappiness.com/

jueves, 13 de noviembre de 2014

Buenos y malos. Hauser y la moralidad universal

El principal exponente del acercamiento a la moralidad desde la metodología científica es Marc Hauser, profesor de psicología en la Universidad de Harvard y autor del libro La mente moral: cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal. «De la misma manera que Noam Chomsky estableció la existencia de una gramática universal, yo quería averiguar si los humanos nacíamos con unos instintos inconscientes que nos condicionaban a seguir las instrucciones de una gramática moral universal codificada por la selección darwiniana en el cerebro».
Hauser y muchos otros investigadores han encontrado evidencias que lo confirman.
Resulta obvio que la cultura y el entorno socioeconómico en el que te encuentres modulará tus creencias y actos hasta generar las enormes diferencias que percibimos en distintas partes del mundo. Pero, según Hauser, eso no excluye que puedan existir unos principios biológicos universales subyaciendo en nuestros juicios espontáneos de origen inconsciente sobre lo correcto o lo incorrecto.
Uno de los experimentos que Hauser realizó para comprobarlo es un test del sentido moral que realizaron miles de personas de diferentes culturas, exponiendo situaciones como la siguiente: imagina que conduces un tranvía y ves a lo lejos cinco personas dormidas encima de la vía. Pitas, pero nada suena; te dispones a frenar y los frenos no funcionan. Has perdido totalmente el control del tranvía, y se dirige inexorablemente a matar a esas cinco personas. Por «suerte», antes de llegar a ellas hay una bifurcación y puedes caminar de vía. El inconveniente es que en esa vía hay una persona durmiendo que también sería atropellada. ¿Qué haces? Debes decidir. ¿Es moralmente permisible caminar de vía para matar una persona en lugar de cinco? No sé qué responderías tú, pero el 90 por ciento de los encuestados por Hauser dijeron que sí.
Imagina ahora una segunda situación: el tren va a atropellar a cinco personas, pero tú puedes frenarlo empujando a un desafortunado transeúnte que camina al lado de la vía. Figúrate que sepas con seguridad que sacrificando esa persona vas a salvar a las otras cinco. El resultado final es el mismo. ¿Lo harías? La mayoría de las personas, sin saber explicar muy bien por qué, consideran esta segunda acción mucho menos aceptable moralmente y responden que en ese caso no intercederían. Cuando te explican la situación, enseguida intentas justificarla racionalmente, pero la decisión ya ha sido tomada de antemano y de manera instintiva, aunque nunca antes hayas reflexionado sobre un dilema parecido.
Las 150.000 personas de los 120 países que participaron en los tests reflejaron una unanimidad asombrosa. Hombres, mujeres, jóvenes, mayores, conservadores, liberales, ateos, budistas, católicos, de diferentes razas, con más nivel cultural o menos, residentes en Estados Unidos o en otras partes del mundo, con mayores o menores ingresos, todos parecían seguir un código moral universal; unos principios que les guiaban a emitir los mismos juicios inconscientes sobre lo correcto o lo incorrecto. Nacemos con un instinto moral que la evolución ha configurado en nuestro cerebro. Luego las culturas se encargan de potenciarlo o distorsionarlo.
Hay más evidencias de ello. Imagina ahora un caso todavía más extremo que el del tranvía anterior: estás en un hospital, y cinco pacientes necesitan de manera urgente un trasplante, cada uno de un órgano diferente. Aunque el resultado sea el mismo… ¿es lícito salir a la calle, escoger al azar a un individuo sano, y extraerle sus órganos para salvarlos? El 97 por ciento de encuestados responden que no.
De hecho, los neurocientíficos escanearon el cerebro de voluntarios normales mientras se les planteaban los dilemas del tranvía y observaron que, cuando se decidía accionar una palanca para que el tren atropellara a una persona en lugar de cinco, las zonas del cerebro que se activaban eran principalmente las del pensamiento racional. Pero cuando se pedía empujar a alguien a la vía empezaban a iluminarse regiones implicadas con las emociones. La moralidad parece tener un sustrato neurobiológico. Algunos estudios de sujetos con lesiones cerebrales parecen confirmarlo. Pacientes con daños en un área del córtex frontal que interviene en la gestión de las emociones también se mostraban mucho más pragmáticos ante las preguntas del test del sentido moral.

Imágenes y fuentes:

jueves, 6 de noviembre de 2014

¿Maximizador o satisfecho?

Imagina que es sábado por la tarde y sales de tu casa dispuesto a comprar un jersey azul que no cueste más de 50 euros. Llegas a la primera tienda, revuelves un par de mostradores, y, ¡vaya! ¡Ahí está! Un jersey azul, más o menos como el que habías imaginado, por 47 euros. Te lo pruebas y, bueno, no es la prenda que más te favorece del mundo, pero no está nada mal. Es lo que andabas buscando, y en sólo cinco minutos. ¿Qué haces?, ¿te lo compras? Si lo haces, tu personalidad encaja en la categoría de los satisfiers, personas que cuando encuentran algo que ya cumple sus expectativas, dejan de contemplar otras opciones.
En cambio, si tu talante es más inconformista piensas: «De aquí el jersey no se mueve en un par de horas. Ojearé más tiendas a ver si encuentro otro con un azul más bonito, o un poco más barato, o que me siente mejor, y si no lo encuentro, volveré a por él». Si adoptas esta actitud, quizá eres un maximizer, alguien que necesita conocer el máximo de alternativas para conseguir siempre lo mejor posible. Evidentemente, esta clasificación es difusa, y decenas de otros factores influirán dicho sábado en tu decisión de zanjar rápido el asunto del jersey o no. 
Según Barry Schwartz, psicólogo y autor del libro Por qué menos es más: la tiranía de la abundancia, las respuestas a tales preguntas pueden indicar en qué grado eres más o menos satisfier, o si para tu desgracia formas parte del 10 por ciento de los maximizadores extremos que él ha encontrado en Estados Unidos.
Barry Schwartz ha investigado cómo influye la cantidad de opciones disponibles frente a una elección y ha concluido que: 1) pasarse de exigente genera infelicidad, y 2) tener muchas opciones puede ser peor que disponer de pocas.
Ser maximizador no es algo negativo, mientras sepamos controlarlo. Sin duda, el maximizador terminará encontrando un jersey más bonito, un trabajo mejor valorado, o escogerá el mejor restaurante de la ciudad que visite. ¿Le hará esto más feliz? No siempre. Barry Schwartz ha comprobado que cuantos más esfuerzos (tiempo, coste económico, sacrificios personales) inviertas en una decisión, más exigente te volverás con ella. Y lo peor de todo, más arrepentimiento sentirás en caso de que no cumpla tus expectativas. ¿Qué ocurre cuando le salen bolitas al jersey? Si has dedicado cinco minutos a comprarlo no será ningún trauma desterrarlo al fondo de un armario. Pero si eres un maximizer e invertiste toda una tarde eligiéndolo, la decepción por «haberte equivocado» te corroerá por dentro.
La insatisfacción permanente es otra trampa. El querer siempre un poquito más puede ser disfrazado de «estímulo para mejorar», pero en el caso del maximizador extremo llega a ser traumático. Los extreme maximizers terminarán siendo la líder de la empresa, o el mejor vestido de la fiesta, pero nunca se sentirán satisfechos. Les costará disfrutar de sus logros, y enseguida empezarán a pensar patológicamente en los siguientes retos; en llegar más lejos todavía. De hecho, los estudios de Schwartz han encontrado una correlación directa entre el grado de maximizador y la propensión a la depresión. 
La expresión «Menos es más» del arquitecto Mies van der Rohe encaja perfectamente en el contexto de las investigaciones sobre la toma de decisiones: tener muchas opciones para elegir no siempre es positivo. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

Tierra Bola de Nieve

Hasta hace cincuenta millones de años, la Tierra no tuvo eras glaciales regulares, pero cuando empezamos a tenerlas tendieron a ser colosales. Hace unos 2.200 millones de años se produjo un congelamiento masivo, al que siguieron unos mil millones de años de calor. Luego hubo otra era glacial aún mayor que la primera; tan grande que algunos científicos denominan al periodo en el que se produjo el Criogénico, o era hiperglacial. Pero la denominación más popular es la de Tierra Bola de Nieve.
Pero Bola de Nieve no indica bien lo terrible de las condiciones que imperaban. La teoría es que, debido a una disminución de la radiación solar del 6% aproximadamente y a una reducción de la producción (o retención) de gases de efecto invernadero, la Tierra perdió casi toda su capacidad de conservar el calor. Se convirtió toda ella en una especie de Antártida. Las temperaturas llegaron a descender unos 45ºC. Es posible que se congelase toda la superficie del planeta, alcanzando el hielo en los océanos los 800 metros de espesor en las latitudes más altas y hasta decenas de metros en los trópicos.
Si la Tierra se congeló, se plantea la difícil cuestión de cómo llegó a calentarse de nuevo. Un planeta helado reflejaría tanto calor que se mantendría congelado para siempre. Parece ser que la salvación pudo llegar de nuestro interior fundido. Tal vez debamos dar las gracias, una vez mas, a la tectónica por permitirnos estar aquí. La idea es que nos salvaron los volcanes, que brotaron a través de la superficie enterrada, bombeando gran cantidad de calor y de gases que fundieron las nieves y reformaron la atmósfera.
Curiosamente, al final de este periodo hiperfrígido se produjo la expansión cámbrica, el acontecimiento primaveral de la historia de la vida. Puede que no fuese en realidad un periodo tan tranquilo. Lo más probable es que la Tierra fuese pasando mientras se calentaba por el peor tiempo que haya experimentado, con huracanes tan poderosos como para alzar olas de la altura de los rascacielos y desencadenar lluvias de una intensidad indescriptible.
Las eras glaciales más recientes parecen fenómenos de una escala bastante pequeña comparadas con una irrupción criogénica, pero fueron sin lugar a dudas inmensamente grandes para las pautas de cualquier cosa que exista hoy en la Tierra. La capa de hielo wisconsiana, que cubrió gran parte de Europa y de Norteamérica, tenía más de tres kilómetros de espesor en algunos lugares y avanzaba a un ritmo de 120 metros al año. Debía de ser todo un espectáculo. Las capas de hielo podrían tener un grosor de casi 800 metros incluso en su extremo frontal. Imagina que estás situado en la base de una pared de hielo de esa altura. Detrás de ese borde, por toda un área que mediría millones de kilómetros cuadrados, sólo habría más hielo y no asomarían por encima de él más que unas cuantas cumbres de las montañas más altas aquí y allá. Continentes enteros estaban aplastados bajo el peso de tanto hielo y aun siguen elevándose para volver a su posición ahora 12.000 años después de que se retiraran los glaciares. 

Fuentes:
Bryson, Bill: Una breve historia de casi todo.
http://www.argentour.com/en/national_park/los_glaciares.php