jueves, 11 de junio de 2015

Un latin lover en la corte vikinga

Seguramente el relato de la visita de un enviado de Abd al-Rahman a la corte vikinga es fabuloso. Para sus funciones de embajador, Abd al-Rahman escogió a la persona más idónea de su corte, el poeta e historiador jienense al-Gazal, que era famoso tanto por su belleza y apostura como por la astucia y fina inteligencia. Era, en fin, un hombre que, al decir del cronista, «sabía entrar y salir por todas las puertas».
La legación andalusí embarcó en Silves escoltada por una nave vikinga. Después de una azarosa navegación por mares nunca vistos, llegó a la sede del rey de los vikingos. Era «una gran isla en el océano donde había corrientes de agua y jardines». Estaba cerca de otras islas grandes y pequeñas y de un continente: «Es aquél un gran país que exige muchos días para recorrerlo. Sus habitantes eran entonces paganos, pero ahora son ya cristianos pues han abandonado el culto del fuego que era su religión».
El rey normando mandó agasajar espléndidamente a al-Gazal y su séquito, pero los recién llegados, antes de comparecer ante el rey, exigieron que no se les obligara a inclinarse en su presencia aduciendo que esto era contrario a sus costumbres. El rey de los normandos pareció estar de acuerdo. Cuando los andalusíes llegaron a la sala del trono encontraron que el dintel de la puerta de entrada era tan bajo que no había más remedio que inclinarse al entrar. El ingenioso al-Gazal supo eludir este obstáculo. Ni corto ni perezoso, se sentó en el suelo y entró de esta guisa, bien erguida la cabeza, aunque presentando el trasero, hasta que, traspasada la puerta, pudo incorporarse.
El rey vikingo se percató de que al-Gazal era un hombre de gusto y de recursos, y ello le agradó. Al-Gazal leyó la carta que enviaba Abd al-Rahman e hizo entrega al rey de los regalos que portaba: telas preciosas y productos manufacturados de los talleres de al-Andalus.
En el tiempo que se demoró la embajada en tierra de los vikingos, al-Gazal hizo muchas amistades entre los nativos. Tan a gusto se sentía entre los sabios, disputando con ellos sobre asuntos de conocimiento, como en la palestra, donde medía sus fuerzas con los guerreros del país. La reina de los vikingos lo recibió y se prendó de él dejándose ganar tanto por la apostura del andalusí como por los zalameros halagos con que ponderaba la belleza de la dama. «¿Era la reina de los vikingos tan hermosa como tú le asegurabas?», le preguntaron sus amigos al regreso. «Fea no era —contestó al-Gazal—, pero, a decir verdad, yo la necesitaba y al halagarla de aquel modo gané su aprecio y alcancé de ella más de lo que esperaba».
En efecto, prosigue el cronista, la esposa del rey de los vikingos simpatizó de tal manera con al-Gazal que no podía pasar un día sin verlo. Si no iba él, ella mandaba llamarlo y pasaban algún tiempo charlando y él le hablaba de los musulmanes y de su historia, del país que habitaban y de los pueblos de la comarca y, por lo general, después de haberse despedido de ella para volver a su residencia, la reina le enviaba un regalo, consistente en telas, manjares, perfumes o cosas parecidas. Estas visitas frecuentes dieron lugar a murmuraciones en la corte de los vikingos: los compañeros de nuestro embajador le aconsejaron que fuese más prudente, y como él comprendiera que podían tener razón, en adelante procuró espaciar sus visitas a la reina. Cuando ella inquirió por la razón de tal mudanza, él no se la ocultó. Su respuesta le hizo sonreír: «Los celos no existen en nuestras costumbres. Entre nosotros, las mujeres no están con sus maridos sino mientras ellas lo tienen a bien, y una vez que sus maridos han dejado de agradarles, los abandonan».
El relato de la embajada de al-Gazal constituye el más remoto precedente de la tópica aventura veraniega entre la hermosa y liberada nórdica de rubios cabellos y el tan zalamero como apasionado latin lover de las playas mediterráneas.

viernes, 5 de junio de 2015

La viruela, Turquía y las vacunas

En el año 1718 una epidemia de viruela invadió Inglaterra, y lady Montagu, esposa del embajador de Inglaterra en Turquía, envió una carta a una de sus amigas de Londres en la que les explicaba que en aquel país la viruela era casi desconocida gracias a un sistema un poco raro y extraño: unas viejas curanderas picaban a las personas con agujas llenas de pus seco procedente de un enfermo varioloso. Cosa extraña: pocos días después, los enfermos presentaban los primeros síntomas de la enfermedad, pero ésta, en vez de desarrollarse, desaparecía milagrosamente. La fiebre no duraba más que una semana como máximo; añadía la embajadora que las circasianas, célebres por su belleza, muy apreciada en los mercados de esclavas de Samarcanda, eran inoculadas con este pus para preservar su cuerpo de las feas huellas que afeaban el cuerpo de las que habían sufrido la viruela. 
“Mercado de esclavas circasianas en Constantinopla”
Por su parte, el embajador de Francia, decía: «Aquí se toma la viruela como en Francia se toman las aguas». Al parecer, las damas de Constantinopla o Estambul se reunían en casa de las curanderas como las damas de París se reunían para tomar el té. La curandera preguntaba amablemente en qué parte del cuerpo quería ser inoculada porque se sabía que la operación dejaba una pequeña huella.
Se corrían riesgos; por ejemplo, el de contagiarse con otra enfermedad que sufriese el primer paciente o donador. Hoy sabemos de los riesgos de contraer una hepatitis usando jeringuillas u otros instrumentos empleados anteriormente por un individuo atacado de esta enfermedad.
A su regreso a Londres, lady Montagu mostró a las damas de la corte la pequeña cicatriz que había dejado la inoculación y explicó que había hecho lo mismo con sus hijos, que así quedaban inmunes a la viruela. La nuera del rey quiso ser la primera paciente en ser inoculada, pero antes se ensayó el método en seis condenados a muerte y en algunos niños inoculados. Todos quedaron inmunes.
Eduardo Jenner era un médico del Gloucestershire que había observado que las campesinas que ordeñaban las vacas enfermas se contagiaban a veces de la enfermedad debido a alguna pequeña herida en las manos y que con ello quedaban inmunes a la viruela. Jenner se preguntó si sería esta enfermedad de las vacas la misma que la viruela de los humanos.
La viruela había costado la vida a doscientos mil ingleses en un siglo, a catorce mil parisienses en un año y de los cincuenta mil irlandeses que comprendían la población total de la isla habían muerto dieciocho mil. Jenner quiso comprobar si era cierto que quien hubiese sufrido la fiebre vacuna era inmune a la viruela y se decidió a dar un paso transcendental que podía costarle la carrera. Cogió el pus de una vaca enferma y lo inoculó a un niño. Al cabo de siete días el pequeño se quejó de fiebre, dolor de cabeza y temblores: exactamente como un enfermo de viruela. Jenner estaba espantado. ¿Habría acaso cometido un crimen? Dos días después el niño se había restablecido. Su nombre ha pasado a la historia: se llamaba James Phipps. Cuando el niño estuvo curado Jenner continuó su experimento e inoculó a James pus de viruela humana. De ello se siguió una pequeña inflamación y nada más. Dos meses más tarde Jenner inoculó otra vez pus de viruela humana sin que se produjese efecto alguno. La vacuna estaba descubierta.
Entusiasmado, Jenner redactó una memoria sobre sus experimentos y la envió a la Academia Real de Medicina, la cual se la devolvió, no viendo en el texto más que absurdas tonterías.
Se decidió entonces a imprimirla por su cuenta, pero las invectivas y los sarcasmos empezaron. Se le acusó de querer envenenar a la población, se le tachó de loco y los más benévolos le creían un visionario. Pero poco tiempo después Napoleón se hizo vacunar y ordenó la vacuna obligatoria para todo su ejército. La hermana de Napoleón, Elisa, gran duquesa de Lucca y de Piombino, fue la primera soberana que hizo obligatoria la vacunación en su Estado.