Existe una visión —antes oficial y hoy nostálgica— y una falsa memoria sobre la Guerra Civil y la dictadura de Franco que tienden a infravalorar, o a relativizar, los procesos de violencia política desarrollados durante ambas, con el objetivo de no considerar la represión franquista como el basamento de la larga duración del régimen dictatorial.
Esa ha sido una percepción, heredera de la propaganda franquista, que ha llegado no intacta, pero sí con considerable salud, hasta nuestros días: la de una violencia proporcionada, correlativa a la violencia revolucionaria. La de una violencia, en definitiva, necesaria, sanadora y justificada. Una violencia que, gracias a la bendición eclesiástica que recibió durante la Guerra Civil, no sería cruel y desproporcionada, sino un elemento más de la definitiva lucha entre el Bien y el Mal, entre la ciudad de dios y los sin dios, la antiEspaña.
Pero de proporcionada, puntual o limitada, la violencia franquista tuvo más bien poco. De hecho, la violencia fue un elemento consustancial a la dictadura.
Hoy es ya imposible pensar en ella sin situar en el primer plano del análisis sus 30.000 desaparecidos, los 150.000 fusilados por causas políticas, el medio millón de internos en campos de concentración, los miles de prisioneros de guerra y presos políticos empleados como mano de obra forzosa para trabajos de reconstrucción y obras públicas, las decenas de miles de personas empujadas al exilio, la absurda y desbordada constelación carcelaria de la posguerra española —con un mínimo de 300.000 internos— o la vergonzante represión de género desarrollada por la dictadura que, más allá de la reclusión de la mujer en el espacio privado, llegó a extremos de crueldad cuales el rapto, el robo de niñas y niños en las cárceles femeninas.
Los campos de concentración no se crearon en 1937, como se ha afirmado de manera errónea. Los campos franquistas fueron la respuesta militar e intendente de los mandos facciosos al problema de la acumulación de disidentes, presos y prisioneros de toda índole, en las retaguardias y provenientes de los frentes de guerra. De ellos hay noticias en 1936, sin regulación alguna ni institucionalización, pero con igual naturaleza que los campos posteriores. Lo que ocurrió en 1937 es que se institucionalizaron estos campos de concentración (y los batallones de trabajo) bajo un mando (el del coronel-inspector Luis de Martín de Pinillos) y con unos objetivos concretos. Ello obedecía a la imperiosa necesidad de controlar férreamente la creciente masa de prisioneros republicanos que los continuos avances del Ejército proporcionaban. Se crearon más de 180 campos (104 de ellos, estables) donde a los prisioneros de guerra se les internaba, reeducaba, torturaba, aniquilaba ideológicamente y preparaba para formar parte de la enorme legión de esclavos que construyeron y reconstruyeron infraestructuras estatales, como parte del castigo que debían pagar a la “verdadera” España.
Casi medio millón de prisioneros de guerra republicanos pasaron por los campos, auténticos laboratorios de la Nueva España en los que las autoridades sublevadas (principalmente militares y eclesiásticas, aunque también civiles) les sometían a procesos de clasificación y reeducación política, recatolización, depuración, humillación y, finalmente, de reutilización en trabajos forzosos.Como diría en 1941 Isidro Castellón, director de la cárcel Modelo de Barcelona, ellos eran la «diezmillonésima parte de una mierda».
De entre los campos de concentración más conocidos en la España de Franco se puede nombrar los siguientes: “Hotel Cemento”, Cervera (Lérida); Campo de Santa Ana, Astorga (León); Miranda de Ebro (Burgos); Campo de Santoña (Santander); San Gregorio (Zaragoza); Campo de Albatera (Alicante); Seminario de Belchite (Zaragoza); Campo de Moncófar (Valencia); “Cortijo de Cáceres” (Murcia); Campo de Formentera (Baleares); San Marcos (León); Campo de Valdenoceda (Burgos), para las Brigadas Internacionales; Monasterio de Irache (Navarra)... En Andalucía, fueron tristemente famosos los de “La Rinconada” (Sevilla), Los Merinales en Dos Hermanas (Sevilla), La Corchuela en Dos Hermanas (Sevilla), El Palmar de Troya en Utrera (Sevilla), Ronda (Málaga) o los de la provincia de Cádiz.
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