Lo
imposible es el refugio de los cobardes. Napoleón
Bonaparte.
La conmemoración del bicentenario de la Constitución de 1812 ha vuelto a demostrar una vez más cómo puede utilizarse el pasado para justificar el presente. Políticos, periodistas o historiadores lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla a sus prejuicios. Es fácil hacerlo escogiendo mitos y distorsionando realidades para llegar al fin deseado. Echan mano de la historia porque la agenda lo exige, pero, en realidad, son piruetas y cabriolas para los espectadores del circo, fuegos artificiales, pura invención.
En el acto oficial que tuvo lugar el pasado 19 de marzo en el Oratorio San Felipe Neri de Cádiz, tanto Mariano Rajoy como el rey Juan Carlos se refirieron a la labor realizada por aquellos diputados como fuente de inspiración para afrontar las dificultades actuales. Escuchamos con sorpresa al presidente del Gobierno equiparar la crisis económica actual con la situación de crisis en la España de 1812 (no lo olvidemos, un país en guerra, invadido por el ejército más poderoso del momento). Y no solo comparaba situaciones tan dispares, sino que al hablar de sus reformas, las identificaba, sin bochorno aparente, con las de los constitucionalistas de Cádiz, que quisieron cambiar la España más retrógrada y caduca por otra basada en los derechos básicos del ciudadano.
Sus reformas, recetas impuestas desde el exterior sin que pinte gran cosa la soberanía popular, se parecen mucho más al Estatuto de Bayona o a la contrarreforma absolutista de 1814 que a la Pepa. Puestos a encajar paralelismos históricos con calzador, hoy son Merkel y los mercados lo que hace dos siglos fue Napoleón*.
Las depresiones económicas suelen ir acompañadas de propósitos egoístas y profundas necedades. En estos días de crisis, se aplaude la intervención de cualquier listo solemne que plantea con voz profunda y la boina calada que son todos iguales o todos hubiéramos hecho lo mismo. Nos han vuelto a convertir en unos aldeanos apegados al terruño de nuestra incredulidad y dispuestos a que nadie vuelva a engañarnos. Una y otra vez, nos dicen que no hay alternativa, que no se puede hacer otra cosa.
Cádiz, sin embargo, supuso apostar por la opción inverosímil, por el triunfo de la tendencia progresista más audaz y humanista posible desde el espectro político existente e imaginable en aquel entonces. Fue una verdadera revolución institucional. Lo que aquí ocurrió fue de todo menos conservador, fue una ruptura con las convenciones, con las costumbres. Cuando en Europa mandaban los principios de la dictadura ilustrada de Napoleón o del absolutismo sacralizado de Francisco I, las Cortes de Cádiz rechazaron a un príncipe francés y apostaron por el retorno al programa revolucionario, a los ideales ilustrados de 1791. Por supuesto eran posturas selectas, burguesas, en algunos casos mojigatas (como en la defensa del estado confesional), derivadas de una minoría escogida de la población, pero eso no quita un ápice de mérito al impulso histórico que buscó no solo edificar un nuevo Estado frente al absolutismo, sino un nueva escala de valores en el hombre y en su contrato social.
Y aquí llega la verdadera revolución gaditana: el servilismo, la verdad revelada y la realidad petrificada son desplazados por el diálogo, el valor de los pactos, la tolerancia y el cambio.
En Cádiz, los súbditos de una monarquía absoluta y decadente se transforman en ciudadanos libres con derechos y deberes. Ciudadanos libres, con su inseguridad y sus miedos, frente a la certidumbre de la cuerda de presos. Ciudadanos que caminan por nuevos senderos, buscan nuevas rutas, cuestionan e incumplen la voluntad de los déspotas, se llamen estos como se llamen: Napoleón o Merkado.
*Napoleón definió a los españoles como "una chusma de aldeanos
guiada por una chusma de curas".
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