Cuando comienza esta historia corre el año 1117. En la Universidad de París enseña un profesor audaz y combativo y quizá por ello adorado por sus alumnos. Muy cerca de la universidad habita el canónigo Fulberto, acompañado de su sobrina Eloísa. Fulberto es un hombre curioso y dado al estudio, afición que contagia a su sobrina, a la que, en vez de someterla a la clásica educación femenina de la época, consistente en bordar, cocinar, coser y contar lo suficiente para no ser engañada en el mercado, le hace aprender a leer y escribir en latín y la inicia en la filosofía. ¿Qué más puede hacer? Le busca el mejor filósofo de la época; es decir, Abelardo y, para estar seguro de que las clases serán continuas, le invita a vivir en su casa. Le recomienda que sea severo con su alumna y que no dude en usar el bastón si ella se muestra desaplicada o remisa en aprender.
Abelardo encuentra en Eloísa una alumna que le honra; tiene dieciséis años, Abelardo treinta y ocho; lo cual es casi el umbral de la vejez en aquella época.
Abelardo es un seudónimo, pues su nombre auténtico es Pierre Berenguer. Eloísa ve en él no sólo el filósofo, sino el hombre célebre y admirado por todo el mundo, a pesar de que Abelardo es un vanidoso extraordinario. Después de su tragedia escribirá un libro, Historia Calamitatum, en que pinta, con los mejores colores que pueda encontrar su vanidad, el éxito de sus clases: «el entusiasmo multiplicaba el número de oyentes de mis dos cursos; la gloria que les proporcionaban los beneficios, ya la sabéis; mi fama debió de llegar hasta vos».
Eloísa quedó embrujada por el aura que envuelve a su maestro, que ya se ha fijado en las cualidades no sólo morales e intelectuales sino también físicas de su alumna: «físicamente no estaba mal, pero, por la extensión de su saber, se distinguía entre todas». Abelardo es hombre que no puede vivir sin mujeres y decide conquistarla: «viéndola, pues, adornada de todos los encantos que atraen a los amantes, pensé en unirme a ella y creí que nada me sería más fácil que conseguirlo. Tenía tal reputación, tal gracia de juventud y de belleza que jamás pensé que nadie pudiese rechazarme, fuera cual fuese la mujer que yo honrase con mi amor». Mayor vanidad y mayor orgullo son difíciles de encontrar: «vivimos primeramente reunidos bajo el mismo techo, después unidos por el corazón. Los libros continuaban abiertos mientras, entre nosotros, brotaban más palabras de amor que de filosofía, más besos que explicaciones».
Lo que no debía suceder sucedió: Eloísa queda embarazada. Abelardo,queriendo evitar que Fulberto en un momento de furor asesinase a su sobrina, la rapta y la envía a Bretaña, a casa de una hermana suya. Eloísa da a luz un niño al que le dan el nombre de Astrolabio (¡!)
Fulberto, como es natural, se indigna y Abelardo ofrece una reparación: se casará con Eloísa, pero a condición de que el matrimonio sea secreto, pues de ser público perjudicaría su carrera. Fulberto acepta, pero Eloísa se niega a ello; no quiere perjudicar el porvenir de su carrera. Abelardo está destinado a ser una lumbrera de la Iglesia: «qué perjuicio causaríamos a tan santa institución, cuántas
lágrimas costaría a la filosofía; sería inconveniente y deplorable ver a un hombre a quien la naturaleza ha creado para el mundo entero sujeto a una mujer y aplastado por un yugo deshonroso». Para convencer a Abelardo, Eloísa cita a san Jerónimo, a san Pablo, a Sócrates, a Platón y a todos los filósofos y padres de la Iglesia habidos y por haber. Abelardo no está convencido; Eloísa continúa negándose a casarse con él: «en verdad, el nombre de esposa parece más sagrado y más sólido, pero siempre he creído mejor el de amante, y te pido perdón por decirlo, el de concubina o de prostituta, pues cuanto más me humillo por ti más espero comprensión y esta humillación no quiere empañar ni un ápice el esplendor de tu gloria». Todo es en vano; Abelardo quiere casarse y se celebra la ceremonia en secreto. Fulberto lo rompe intentando desprestigiar a Abelardo; quiere humillar también a Eloísa, y para evitarlo Abelardo la conduce a la abadía d'Argenteuil, en donde se viste con hábitos monjiles. Fulberto cree entonces que Abelardo quiere deshacerse de su esposa y una noche unos sicarios pagados por él se introducen en la habitación de Abelardo, y sujetándole fuertemente, le castran.
Cuando Eloísa se entera del suceso cree morir de dolor, no tiene vocación religiosa y no vive más que para amar a Abelardo, que desaparece sin dar señales de vida durante más de doce años. Se ha escondido en un monasterio bretón, donde escribe su ya citada Historia Calamitatum. Eloísa, enamorada le escribe: «por fin sé de ti. Me perteneces por un lazo sagrado y todo el mundo sabe que te he amado siempre con un amor inmortal, pues mi alma no estaba en mí, sino contigo y si ahora no está contigo no está en ninguna parte del mundo». Abelardo le responde con una carta llena de expresiones espirituales; el tiempo y, tal vez, la castración han eliminado sus deseos.
Eloísa es nombrada abadesa del convento del Paráclito y Abelardo va a predicar allí. Él quería pasar el resto de su vida en este lugar discreto y tranquilo, pero ¿qué haría un hombre, aun eunuco, en un convento de monjas? Todo el mundo se escandalizaría. Juzga inconveniente el proyecto y parte hacia París.
La correspondencia entre Abelardo y Eloísa continúa: por un lado, las exaltaciones de amor; por otro, consejos espirituales.
Poco a poco el tiempo va calmando los ánimos; el amor continúa y Abelardo recibe autorización para volver a enseñar. En Champagne abre una escuela que llega a reunir tres mil estudiantes. Por sus teorías entra en conflicto con la Iglesia, que reconoce su gran valía, pero también ve en él un elemento peligroso para la ortodoxia. Al final de sus días Abelardo es un simple hermano en un convento y Eloísa le sobrevive veinte años. Cuando muere nadie se acuerda de lo sucedido y, convertida en una madre abadesa respetada y querida, entrega su alma a Dios.
La Historia Calamitatum y la correspondencia entre Abelardo y Eloísa han ofrecido dudas sobre su autenticidad. La mayoría de los historiadores creen en ella, aunque admite interpolaciones posteriores.
Los cuerpos de los dos amantes permanecieron enterrados hasta la Revolución francesa.
Los cuerpos de los dos amantes permanecieron enterrados hasta la Revolución francesa.
Más tarde sus restos, o lo que se cree que son sus restos, fueron sepultados en el cementerio del Pére Lachaise de París.
1 comentario:
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