Los rojos fundaron Cádiz. Los griegos fueron los que acuñaron el término “phoínikes”, “los rojos”, para designar a sus grandes competidores comerciales, famosos por sus telas rojas y púrpuras tintadas con cochinilla. Aunque no le guste mucho a Teófila Martínez, así fue: un puñado de rojos fundó Cádiz hace unos tres mil años.
La elección del 25 de Diciembre como fecha del nacimiento de Cristo obedeció más a criterios religiosos que históricos. Tras barajar varias fechas, el Papa Liberio en el año 354 optó por fijar la Navidad en el solsticio de invierno para sustituir la festividad dedicada a la diosa Mitra, divinidad del Sol. Es más, parece bastante probable, por las citas de los Evangelios, que la fecha de nacimiento fuese en primavera.
Según el orientalista George Lomsa, la versión actual de la Biblia contiene más de mil cuatrocientos errores de traducción. Como en las últimas palabras de Cristo en la cruz: “Eli, Eli, lamma sabachtani”, habrían de haber sido traducidas como: “¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¡Mi destino ha sido cumplido!”, y no el: “¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” y también cuando dice “será más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que un rico entre en el reino de los cielos” no sería “un camello”, según la traducción habitual, sino “una cuerda gruesa”.
La única referencia a los Tres Reyes Magos aparece en el Evangelio de S. Mateo (2, 1), en la que habla de unos magos que llegaron de Oriente para adorar al niño. No se dice que fueran tres ni que fueran reyes. Tradicionalmente se ha creído que fueron tres por los tres regalos que le trajeron (oro, incienso y mirra).
Durante el siglo IV antes de Jesucristo, Siracusa (colonia griega en Sicilia) llegó a tener casi medio millón de habitantes. Dionisio fue su dirigente más tiránico e instruido. Realizó una política igualitaria y consiguió que su Ciudad-Estado fuese la más avanzada de su época. Cuando distribuyó las tierras que les quitó a los grandes terratenientes, no hizo distinciones entre ciudadanos y esclavos, entregándoselas imparcialmente a éstos y a aquellos. En varias ocasiones, estando el Estado sin dinero, anunció que la diosa Deméter se le había aparecido para reclamar que todas las damas de Siracusa depositasen sus joyas en el templo. Ellas, naturalmente, se apresuraron a llevárselas porque, aunque hubiesen tenido la tentación de desobedecer la orden divina, estaba la policía humana de Dionisio para disuadirlas. Después de lo cual, este se hacía prestar las joyas por Deméter.
Cuando el filósofo pitagórico Fincias, condenado a muerte por él, le pidió un día de permiso para ir a su casa, fuera de la ciudad, a ordenar sus asuntos, Dionisio consintió con tal que dejase como rehén a su mejor amigo. Damón, el amigo de Fincias, se presentó confiadamente y Fincias llegó en el plazo convenido. Dionisio, en vez de hacerlo matar, pidió humildemente ser admitido en la amistad de ambos, que le había conmovido.
En otra ocasión, condenó a trabajos forzados en las minas al poeta Filoxeno, que había criticado sus versos. Luego se arrepintió, le llamó y ofreció en su honor un gran banquete al final del cual leyó otros versos e invitó a Filoxeno a juzgarlos. Filoxeno se levantó y, haciendo un signo a la guardia, dijo: “Llevadme a la mina”.
Alejandro Magno ordenó a sus soldados que se afeitaran las barbas para que los soldados enemigos no pudieran agarrarlos de ellas en combate.
Existen muchas anécdotas que nos hablan sobre el valor de Alejandro Magno. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que le ofrecía un purgante, una carta anónima que le acusaba de estar al servicio de los persas para envenenarle a él. Sin aguardar la respuesta del médico, se bebió la poción de un trago.
Cuentan las crónicas que Alejandro Magno cuando bebía (y bebía mucho) y se emborrachaba (y eso solía ocurrir cada noche) perdía totalmente la cabeza. Una noche de juerga, Clito, que le había salvado la vida y que todos consideraban uno de sus mejores amigos, le dijo que el mérito de sus grandes victorias correspondía al padre de Alejandro, Filipo, que le había dejado un gran ejército (y era verdad): Alejandro lo mató de una puñalada en un acceso de furor.
Cuando murió su amante, Efestión, enfermó de insomnio y buscó en el vino el descanso y el remedio a su amargura. Cada noche hacía con sus generales concursos de resistencia. Una noche fue derrotado por el general Promacos, que ingirió tres litros de un licor fortísimo, y al cabo de tres días murió. Alejandro, en los funerales, quiso batir el récord y se tomó cuatro litros. Al día siguiente le dio una fuerte fiebre. Murió once días después.
Aristóseno de Tarento nos cuenta varias historias sobre Sócrates, el gran filósofo. Decía que había oído decir a su padre, que lo conoció personalmente, que Sócrates era un vago, un borracho ignorante, cargado de deudas y lleno de vicios. Es muy posible que el padre de Aristóseno hubiese inducido la gandulería de Sócrates de su aspecto desaliñado. Iba siempre con el mismo quitón (túnica de lana) manchado y remendado. Iba siempre descalzo. Empinaba el codo a menudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer, decía que no se lavaba.