Seguramente el relato de la visita de un enviado de Abd al-Rahman a la corte vikinga es fabuloso. Para sus funciones de embajador, Abd al-Rahman escogió a la persona más idónea de su corte, el poeta e historiador jienense al-Gazal, que era famoso tanto por su belleza y apostura como por la astucia y fina inteligencia. Era, en fin, un hombre que, al decir del cronista, «sabía entrar y salir por todas las puertas».
La legación andalusí embarcó en Silves escoltada por una nave vikinga. Después de una azarosa navegación por mares nunca vistos, llegó a la sede del rey de los vikingos. Era «una gran isla en el océano donde había corrientes de agua y jardines». Estaba cerca de otras islas grandes y pequeñas y de un continente: «Es aquél un gran país que exige muchos días para recorrerlo. Sus habitantes eran entonces paganos, pero ahora son ya cristianos pues han abandonado el culto del fuego que era su religión».
El rey normando mandó agasajar espléndidamente a al-Gazal y su séquito, pero los recién llegados, antes de comparecer ante el rey, exigieron que no se les obligara a inclinarse en su presencia aduciendo que esto era contrario a sus costumbres. El rey de los normandos pareció estar de acuerdo. Cuando los andalusíes llegaron a la sala del trono encontraron que el dintel de la puerta de entrada era tan bajo que no había más remedio que inclinarse al entrar. El ingenioso al-Gazal supo eludir este obstáculo. Ni corto ni perezoso, se sentó en el suelo y entró de esta guisa, bien erguida la cabeza, aunque presentando el trasero, hasta que, traspasada la puerta, pudo incorporarse.
El rey vikingo se percató de que al-Gazal era un hombre de gusto y de recursos, y ello le agradó. Al-Gazal leyó la carta que enviaba Abd al-Rahman e hizo entrega al rey de los regalos que portaba: telas preciosas y productos manufacturados de los talleres de al-Andalus.
En el tiempo que se demoró la embajada en tierra de los vikingos, al-Gazal hizo muchas amistades entre los nativos. Tan a gusto se sentía entre los sabios, disputando con ellos sobre asuntos de conocimiento, como en la palestra, donde medía sus fuerzas con los guerreros del país. La reina de los vikingos lo recibió y se prendó de él dejándose ganar tanto por la apostura del andalusí como por los zalameros halagos con que ponderaba la belleza de la dama. «¿Era la reina de los vikingos tan hermosa como tú le asegurabas?», le preguntaron sus amigos al regreso. «Fea no era —contestó al-Gazal—, pero, a decir verdad, yo la necesitaba y al halagarla de aquel modo gané su aprecio y alcancé de ella más de lo que esperaba».
En efecto, prosigue el cronista, la esposa del rey de los vikingos simpatizó de tal manera con al-Gazal que no podía pasar un día sin verlo. Si no iba él, ella mandaba llamarlo y pasaban algún tiempo charlando y él le hablaba de los musulmanes y de su historia, del país que habitaban y de los pueblos de la comarca y, por lo general, después de haberse despedido de ella para volver a su residencia, la reina le enviaba un regalo, consistente en telas, manjares, perfumes o cosas parecidas. Estas visitas frecuentes dieron lugar a murmuraciones en la corte de los vikingos: los compañeros de nuestro embajador le aconsejaron que fuese más prudente, y como él comprendiera que podían tener razón, en adelante procuró espaciar sus visitas a la reina. Cuando ella inquirió por la razón de tal mudanza, él no se la ocultó. Su respuesta le hizo sonreír: «Los celos no existen en nuestras costumbres. Entre nosotros, las mujeres no están con sus maridos sino mientras ellas lo tienen a bien, y una vez que sus maridos han dejado de agradarles, los abandonan».
El relato de la embajada de al-Gazal constituye el más remoto precedente de la tópica aventura veraniega entre la hermosa y liberada nórdica de rubios cabellos y el tan zalamero como apasionado latin lover de las playas mediterráneas.
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