En el año 1718 una epidemia de viruela invadió Inglaterra, y lady Montagu, esposa del embajador de Inglaterra en Turquía, envió una carta a una de sus amigas de Londres en la que les explicaba que en aquel país la viruela era casi desconocida gracias a un sistema un poco raro y extraño: unas viejas curanderas picaban a las personas con agujas llenas de pus seco procedente de un enfermo varioloso. Cosa extraña: pocos días después, los enfermos presentaban los primeros síntomas de la enfermedad, pero ésta, en vez de desarrollarse, desaparecía milagrosamente. La fiebre no duraba más que una semana como máximo; añadía la embajadora que las circasianas, célebres por su belleza, muy apreciada en los mercados de esclavas de Samarcanda, eran inoculadas con este pus para preservar su cuerpo de las feas huellas que afeaban el cuerpo de las que habían sufrido la viruela.
“Mercado de esclavas circasianas en Constantinopla” |
Se corrían riesgos; por ejemplo, el de contagiarse con otra enfermedad que sufriese el primer paciente o donador. Hoy sabemos de los riesgos de contraer una hepatitis usando jeringuillas u otros instrumentos empleados anteriormente por un individuo atacado de esta enfermedad.
A su regreso a Londres, lady Montagu mostró a las damas de la corte la pequeña cicatriz que había dejado la inoculación y explicó que había hecho lo mismo con sus hijos, que así quedaban inmunes a la viruela. La nuera del rey quiso ser la primera paciente en ser inoculada, pero antes se ensayó el método en seis condenados a muerte y en algunos niños inoculados. Todos quedaron inmunes.
Eduardo Jenner era un médico del Gloucestershire que había observado que las campesinas que ordeñaban las vacas enfermas se contagiaban a veces de la enfermedad debido a alguna pequeña herida en las manos y que con ello quedaban inmunes a la viruela. Jenner se preguntó si sería esta enfermedad de las vacas la misma que la viruela de los humanos.
La viruela había costado la vida a doscientos mil ingleses en un siglo, a catorce mil parisienses en un año y de los cincuenta mil irlandeses que comprendían la población total de la isla habían muerto dieciocho mil. Jenner quiso comprobar si era cierto que quien hubiese sufrido la fiebre vacuna era inmune a la viruela y se decidió a dar un paso transcendental que podía costarle la carrera. Cogió el pus de una vaca enferma y lo inoculó a un niño. Al cabo de siete días el pequeño se quejó de fiebre, dolor de cabeza y temblores: exactamente como un enfermo de viruela. Jenner estaba espantado. ¿Habría acaso cometido un crimen? Dos días después el niño se había restablecido. Su nombre ha pasado a la historia: se llamaba James Phipps. Cuando el niño estuvo curado Jenner continuó su experimento e inoculó a James pus de viruela humana. De ello se siguió una pequeña inflamación y nada más. Dos meses más tarde Jenner inoculó otra vez pus de viruela humana sin que se produjese efecto alguno. La vacuna estaba descubierta.
Entusiasmado, Jenner redactó una memoria sobre sus experimentos y la envió a la Academia Real de Medicina, la cual se la devolvió, no viendo en el texto más que absurdas tonterías.
Se decidió entonces a imprimirla por su cuenta, pero las invectivas y los sarcasmos empezaron. Se le acusó de querer envenenar a la población, se le tachó de loco y los más benévolos le creían un visionario. Pero poco tiempo después Napoleón se hizo vacunar y ordenó la vacuna obligatoria para todo su ejército. La hermana de Napoleón, Elisa, gran duquesa de Lucca y de Piombino, fue la primera soberana que hizo obligatoria la vacunación en su Estado.
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