Se está perdiendo la relación afectiva con las cosas. Ya casi no tenemos fotos, ni libros, ni discos. Nuestra relación con la realidad ya no es ni siquiera líquida (como señaló Zygmunt Bauman) sino gaseosa.
Todo es provisional y precario (como el trabajo), necesariamente pasajero, continuamente novedoso. Mirar hacia atrás es una pérdida de tiempo, como escribir qué o poner una interrogación.
Perdemos horas leyendo mensajes pretenciosos, rancios y simplones; horas viendo fotos y vídeos de diez segundos que olvidamos en dos; escuchamos canciones con letras tan manidas como su ritmo simplón. Todo es rápido, insustancial.
Como señala el sociólogo Vicente Verdú, “internet, las redes sociales, Twitter o Facebook han logrado tanto éxito porque han venido a brotar en un momento en que existía una fuerte demanda de comunicación. Pero no ya de una comunicación a la vieja usanza, en la que se comprometía mucho el yo, sino una comunicación efímera y fragmentaria, cambiante y removible a la manera en que la cultura de consumo ha enseñado a adquirir”. Vivimos tiempos en que la imagen ha ganado mucho terreno a la imaginación, y no digamos ya a la escritura. Del mismo modo, la emoción ha robado prestigio a la reflexión. En ambos casos, señala también Verdú, la instantaneidad ha vencido al proceso y el suceso puro a su explicación. De hecho, todos los medios son ya instantáneos, sensacionalistas, emotivos y superficiales.
Resulta entretenido y ocupamos nuestro tiempo así, mirando un móvil donde la vida pasa fugazmente. Libres. Impotentes.
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